No sabías volar, decías. Que no sabías volar porque era complicado. Que te pesaban los huesos o algo así. Preguntabas "¿de qué te ríes?" siempre justo después de correrte y, no sé, yo si que no lo sabía. Pero cómo voy a saber volar, me decías, si eso es cosa de tener tantos pájaros en la cabeza. Azules, matizaba, y no lo comprendías. Tú nunca comprendías nada o no comprendías todo lo que yo quería que comprendieras, pero el caso es que a veces te equivocabas y a mi eso me bastaba. Y me bastaba porque con eso una se conforma, ¿sabes? Con el recuerdo perpetuo de que podríamos haber sido de otra manera de habernos enfrentado a otras circunstancias. A lo mejor de haber sido más valiente, yo que sé, ahora no me valdría con recordar cómo te corres y lo estaría viendo en vivo y en directo después de beber una cerveza fría, a lo mejor me estarías llamando "señorita" mientras te cuento cuentos sucios del extrarradio. 
Que no sabes volar, dices. Menudo idiota. Como si jamás te hubieras mirado en el espejo, como si fuera complicado perderse en el vértice de tus pupilas. Ahí, justo ahí. Donde guardas todos esos pájaros azules y todas esas canciones de despedida.