y seguir siendo triste

La primera vez que la mirabas, lo primero que se te pasaba por la cabeza era que nunca habías visto a alguien tan triste. 
Era por sus movimientos, por lo cansado de sus maneras. Respiraba despacio, llevándose el tercer cigarro a los labios. Fumaba con gesto despreocupado y seductor de aquellos que disfrutan con un acto tan nocivo, aquellos que son conscientes de ese suicidio dulce y pausado. Tenía el pelo largo y negro, caprichosamente ondulado sobre los hombros, la piel tostada por el sol. Los ojos eran grandes, con larguísimas pestañas negras de actriz de cine, de lolita trasnochada. Tenía ojeras y un azul intenso y oscuro alrededor de las pupilas, un azul cansado y enfermo de pena. Los rasgos suaves y ovalados, los pómulos elevados y un lunar pequeño en la mejilla derecha. 
Era una muchacha alta, de alrededor de metro setenta. Con piernas largas, cubiertas por unos vaqueros muy desgastados con rodillas rotas. Vestía como un chico, con una camisa de cuadros que ocultaba sus curvas, su cuerpo de mujer. 
Cómo podía estar tan cansada, te preguntabas tú, cómo alguien tan joven podía parecer tan hastiado de esta vida. No veías sus cicatrices, pero intuías que estaban ahí, detrás de esos abismos insondables que había en su mirada. A veces no hace falta más que asomarse al precipicio para ver la de demonios que hay dentro. Pero, pese a todo, seguía siendo bonita. 
Y seguía siendo triste.