la voz dormida

Por qué me llamaste Hortensia, mamá, me pregunta la niña chica, la única que tengo, la que no tiene mis ojos. Por qué, por qué, si a mi no me gustan las flores. Y yo frunzo el ceño, porque estoy muy ocupada cogiéndole el bajo a los pantalones del hermano, que aun puede ponérselos ella, que están nuevos. Y frunzo el ceño porque hace sol, es un verano largo y tedioso, aunque no falte de nada. Y tomo aire y suspiro, me vienen los viejos fantasmas, los que nunca llegué a conocer. Por tu abuela, le digo a la niña.
-Por tu abuela.
Tu abuela, la de verdad, la madre que me parió, la que no tenía los ojos azules. La que sonreía en una foto, con un fusil en bandolera, con un bebé que no era el suyo. La guerrillera, la presa. Me gustaría contarle cosas de su abuela, pero aun es pequeña y tomé la determinación de olvidar el odio: el odio de la guerra civil, de los padres caídos, del miedo que se pega en las pestañas. 
Me gustaría decirle que a su abuela la mataron inocente, solo por creer en sus ideales, por negarse a bajar la cabeza ante militares que la golpearon, que la humillaron en lo más hondo. Me gustaría hablarle de la Reme y el pobre Brenjamín, que tanto la quiso y que tanto lucharon por alimentar a los que nadie importaban, a los que se morían en las cárceles sin familia ni futuro. Me gustaría hablarle de Tomasa, de como a su familia se la llevó el río, de como su marido la abrazó para parar las balas y de como le arrancaba la piel a mordiscos al niño Jesús, porque no le importaban los castigos. Me gustaría también hablarle de Elvirita, de como se marchó sin su maleta, de como le robaron su pelo, su pelo rojo, como la sangre, como nuestra sangre. Ella, que cogió un fusil, que se fue a correr los montes, que temía más a la muerte de los demás que a la suya propia. Me gustaría hablarle de Pepita y de como vivía ella antes, antes de mi, antes de ser ella misma. 
Mi niña chica sonríe y yo sonrío por su sonrisa, pero lloro por el pasado que llevamos a cuestas. Lloro por dentro, porque a estas alturas ya no es cuestión de llorar por fuera y que la sal queme las viejas heridas. Porque mucho se perdió entonces, pero mucho tenemos ahora. Y yo no quiero que mi niña crezca en el odio, tan pequeña, no quiero que crezca enfrentada con el pasado. Ni que este le de miedo.
-Te llamas Tensi por tu abuela, como yo me llamaba Tensi por mi madre, que es la misma. ¡Y no me marees más la cabeza!
Y se aburre, y se va a jugar. Y yo la miro y se que no habrá más fusiles, ni represalias, ni fascistas llamando a tu puerta a media noche. La miro porque se que morirá vieja y gorda, feliz, como todos deberíamos morir algún día. La miro porque no tiene por qué temer a la palabra dictadura, porque solo es un eco de su verdadero significado, el que se vive, el que te aja los huesos. La miro porque nunca nacen más niños más libres que los que cierran los episodios negros de la historia, de la vida. 
Algún día se lo contaré, si. Algún día le hablaré de ellas, de todas ellas. De las que tenían los principios más hondos que el corazón, las que murieron y las que no, las que tenían la voz cansada de aguantar palos. 
Y yo le contaré su historia a mi hija, y ella a su hija, y ella a su hija. Y nunca, nunca jamás, se le volverá a esconder la voz en la garganta, huidiza, escondida. Nunca, nunca más, volveremos a sentir la voz dormida. 






**Relato basado en la novela de Dulce ChacónLa voz dormida.