Chelsea Hotel

Leonard Cohen amaba a Janice Joplin cuando escribió Chelsea Hotel.
Daba igual lo que todos dijeran. Incluso daba igual lo que el propio Cohen pudiera admitir o no, porque la realidad más dolorosa era que la amó tanto que se avergonzaba de ello. Por eso escribió una canción plagada de “me da igual tu ausencia” que sabía a otra cosa.
Uno no puede escribir algo como Chelsea Hotel n2 y no sentir nada. 
Echó la cabeza para atrás sintiendo una punzada de dolor. Ansiedad. A saber. 
Uno no puede rasgarse tanto la voz en una canción que no habla sobre si mismo. 
Estaba sentado en el suelo, en el pasillo oscuro. Pasaban las cuatro y doce minutos de la mañana. Le dolía la espalda, entumecida de la misma postura. El corazón comenzaba a tranquilizarse. Respiraba hondo, despacio, al menos lo intentaba. Cerraba los ojos de vez en cuando y no sabía si dormía, si estaba despierto, si había trascendido y esos estados se habían quedado atrás.
Tampoco había comido nada. No lo tenía claro. Quizás si. A lo mejor una lata de atún la noche anterior. Pero no sabía si había habido noche anterior. No lograba recordarlo. 
Miraba de vez en cuando el pasillo como esperando encontrarse con su figura. Que saliera de su habitación con el pelo revuelto y bostezando. Que se acercara a él sin decir nada, sin ningún reproche, ni pregunta, ni gesto de sorpresa. Ella sabía hacer eso. 
Que se arrodillara delante de él como tantas otras veces. Que le acariciara la cara con esa sonrisa tan llena de luz, tan tranquila. Porque cuando Lova sonreía todo iba bien en el mundo. 
Se abrazó, intentando contener el temblor. Respiró aceleradamente de nuevo. Luchó contra el ataque y en unos minutos lo venció, pero no se sintió orgulloso. Estaba demasiado cansado.
Lova. Lova. Lova, ¿dónde estás?
“Lova Mæve, ¿cuándo vas a dejar de hacerte la dura y vas a empezar a salir conmigo?”
Se le humedecieron los ojos. Lo justo, solo un poco. Agachó la cabeza, sintiendo todo el peso del mundo sobre los hombros. Se había marchado.
Se había marchado.
Se había marchado. 
¿Cómo se había atrevido?
¿Por qué?
Su teléfono, sus llaves. La mayoría de su ropa. 
Y, sin embargo, se había ido.
Lova hacía las cosas así, siempre; de una manera tan natural que se hacía indiscutible. Todo estaba hecho desde una razón sencilla y consciente, desde una verdad pura sin artificios. No sabía mentir, ni sabía exagerar, ni le encontraba ninguna utilidad a la posibilidad de hacerlo. Desde su manera de moverse a su gesto distraído de siempre, todo era fin y no proceso. 
Eso fue lo que le gustó de ella. 
Si se había marchado era porque no tenía un motivo para quedarse. Y si no le había dado una explicación era o bien porque pensaba que no la merecía o porque ambos sabían cual era ese motivo.
James no sabía qué le aterraba más. No tenía idea de qué mejoraba la situación, porque no había manera de poder estar más jodido. Dónde podía haber ido. Dónde estaría metida. 
Seguro que con ese gilipollas, Arnaud. Ese imbécil de su clase que quería follarsela. Lo tenía calado. Lo tenía caladísimo desde el primer momento que le vio, con esa sonrisa de anormal y ese pelo ridículo de casco. Menudo subnormal. Le partiría la cara si pudiera. 
Se llevó las manos a la frente, apartándose el pelo de la cara. 
Lova. Qué iba a hacer él sin Lova. 
Le vino su olor de golpe y quiso vomitar. O quiso vomitar y le vino su olor de golpe. Como cuando llegaba a casa borracho tras una fiesta. Ella siempre estaba ahí. Siempre.
Lloraba. Por qué lloraba. Por qué sentía que le rompían el corazón, que se lo estaban arrancando con unas tenazas. Pudo palpar el dolor, pudo sentirlo ahí: ardiente, imperecedero. ¿Se borraría en algún momento? Fue incapaz de recordar cómo se sentía antes.