tú dirás quién sale perdiendo




-Oye- era la primera vez en una semana que Pascal abría la boca. Vera se contuvo para no sonreír, para no hacer ningún gesto que delatara su alegría. Siguió en el suelo, frente al lienzo, mezclando en platos de plástico los cientos de azules que el pelirrojo llevaba en el pecho- Oye, Vera.

-Dime- hizo como que no le partía el alma esa voz raspada y esa tristeza que casi era contagiosa. Llegaba la primavera, el sol entraba por la ventana del salón. Se oía a gente en la calle. Pero en el apartamento, la desdicha de Pascal lo volvía todo oscuro.

-¿Cómo lo haces?

Se había levantado de la cama y se había aproximado a la puerta, que se había abierto con un quejido. Su pelo era una maraña naranja y tenía los ojos hinchados de haber llorado más de lo que nunca se atrevería a admitir.

-¿Cómo hago el qué?- la morena se apartó el pelo de la cara con el antebrazo y se volvió, aún sentada sobre el frío suelo de baldosas. De haber estado bien él la habría mandado a llenar de pintura su cuarto, pero no tenía fuerzas ni para eso; ni para ser él mismo.

-Cada dos por tres te cuelgas del más indeseable del bar, del que más grima de- ella puso los ojos en blanco- que, por supuesto, luego te trata como la mierda y te da la patada y tú lloras y rabias y gritas y todo ese espectáculo que montas. Pero, al final, se te pasa. Y a los dos días estás entera. Y sigues con tu vida.

Vera se mordió los labios. Le habría gustado poder decirle que todo aquello se debía a que eran dos clases distintas de personas. Él no entendía, simplemente, que no pudiera no tener todo lo que quisiera y que el mundo no estuviera a sus pies. Ella daba por hecho que cada elección que tomara sería la adecuada. A Pascal un error le dolía en el alma, porque apenas se equivocaba. A Vera otra cicatriz en el corazón no le suponía nada, porque ya lo tenía deformado a base de golpes.

Pero no le puedes contar todo eso a un corazón herido, simplemente no es el momento. Tienes que escoger con cuidado las palabras para ayudar a limpiar todo ese estropicio que deja la sangre. Hay muchas maneras de hacerlo, por supuesto, y Vera prefería hacerlo escogiendo las verdades oportunas.

-¿Es porque no quieres a ninguno de ellos, no?- preguntó él- No puedes querer a dos tíos por semana.

-Claro que se puede. Puedes querer a quien te de la gana, Pascal. Yo quiero a mucha gente- suspiró ella- Cuando me hacen daño, como lo hizo César o como lo hizo Elisa, me duele mucho y por eso la lío. Pero luego lo pienso y, no sé- se encogió de hombros- no soy yo quién sale perdiendo.

-Ya, bueno. Es a mi a quien han dado puerta- sonó como un gruñido, como estar ahogado en la mierda. Pascal era demasiado orgulloso para entender a Vera, pero eso solo lo sabía uno de los dos.

-Esa chica, Giselle, te ha mandado a la mierda. Qué drama, Pascal, qué triste- bufó, volviendo a sus pinturas- Tú la has querido mucho y ella a ti no, ¿no lo entiendes? Has sacado de tu vida a alguien que no te quería. Ella ha perdido a alguien que perdía el culo y el alma y la vida por hacerla feliz. Tú me dirás quién sale perdiendo.

Se hizo el silencio. Cantaban las golondrinas fuera, un coche dio un frenazo y se oyó un claxon. Vera estuvo tentada a mirarle de nuevo, pero sabía que no debía hacerlo.

-Menuda gilipollez, ¡anda y que te jodan, que no estoy para estos cuentos!

Pascal dio un grito, golpeó con el pie una lata vacía y dio un portazo tras de si. La morena sonrió para si, se levantó desperezándose y levantó la persiana, dejando que entrara la luz. Bueno, quizás a Pascal le quedaba mucha herida que lamerse, pero al menos había decidido ducharse después de una semana entera de dar asco. Algo es algo.