Pertenecemos a la generación de los insaciables. Somos esos corderos criados en la opulencia, en la abundancia. Nuestros estómagos siempre han estado llenos, nuestras espaldas han descansado en una cama caliente. Hemos crecido más fuertes y más plenos que nuestros padres, hemos cultivado el alma. Nos han educado para aprender, para que nada sea suficiente. Nada es suficiente. Viviremos la vida pendientes siempre del próximo paso, de que nos lleve a un lugar más cercano a Nunca Jamás, al reino del que nunca debimos haber salido. Dará igual que se acaben las horas de noche, nos encerraremos en sótanos y simularemos que nos quedan ratos oscuros que quemar a espaldas del sol. Dará igual que nos llamen para volver a casa, subiremos la música. Dará igual que nos llore el alma, que se nos desgasten los huesos, porque siempre habrá un trago que llevarse a la boca o una pastilla que nos embargue de felicidad fingida. 
Vivimos en la tragedia griega de ser el experimento que todos quisieron que fuéramos. Pero, lamentablemente, el resultado se volvió en su contra. Qué será de nosotros, apátridas de sueños, hijos de los hombres, cuando no nos quede nada para templar nuestro ánimo.
A qué dios ausente comenzaremos a rezarle entonces.