los niños salvajes


Nosotros éramos niños salvajes y eso tú lo entendías. Un poco absurdo, pero siempre fuiste el que lo tuvo claro "a lo mejor no somos como ellos, es cuestión de aparentarlo". Tú nos dijiste "cuando enseñéis los dientes que parezca una sonrisa, así evitas que caigan palos". Daba igual que no fuera exactamente lo que queríamos decir, daba igual que de dentro a fuera todo nos resultara extraño. "Ya lo sé, ya lo sé, pero son las leyes de los hombres y tenemos que hacerles caso". 

Te lo tomaste como una responsabilidad porque siempre te sentías responsable de todo, aunque no te gustaba que lo pareciera. A lo mejor porque sabías más de desengaños o porque tenías menos tolerancia al dolor, a lo mejor naciste menos salvaje que el resto y eso era lo terrible, el estar ahí en medio de los vivos, de los muertos, de los niños y de los viejos. No sé, a saber, ¿eh? A saber. El caso fue que te mantuviste al margen y te dedicaste a recontar los daños y cerrar las heridas. Imagino que salía de ti ser así, a saber, pero por favor, yo solo me sentía como un cachorro a tu lado. 

Esperaba tu aviso constante para saber cuando debía sacar las garras y poner sonrisa de loba y era divertido, de esa manera tan nuestra, esperar a que cayera la noche y poder quitarnos el disfraz de personas. Nunca le pusimos palabras pero así sobrevino, de esa manera caótica mía a la que no ponías pegas, no sé si porque no querías -y disfrutabas con mis desvaríos- o porque no sabías cómo -"imagina que te perdieras, cómo podría llorar yo por tu alma"- pero el caso es que, mira qué de luz por todas partes y cómo nos gustaba evadirla, ser nosotros en las sombras. 


Nosotros nos convertimos en jóvenes salvajes por mucho que quisieran amansarnos. Solo teníamos que mirarnos y sabíamos qué plan terrible estábamos urdiendo para escapar de la realidad, para destrozar una vida que no eran nuestras y que no nos importaban lo más mínimo. Solo tenías que sacar a la fiera para que yo supiera que esperaba una cacería absurda cuyo premio era saborear que seguíamos siendo jóvenes y que aún no habían podido con nosotros. 

Nos descifrábamos, nos hacíamos la competencia porque yo no entendía de excusas y de normas políticamente correctas, pero tú aunque no quisieras admitirlo me necesitabas. Tenías un miedo absurdo a que esos collares que te habías puesto -te importaba demasiado ocultar tus aires de animal salvaje- terminaran por convertirte en otra cosa y yo era, por suerte o por desgracia, la selva salvaje que no se desolaba nunca y la eterna primavera a la que cantaban los romanos que nunca llegaron a tomarse en serio la guerra. Y siempre me pareció muy bien esa percepción, para qué mentir. Me gusta cuando te esfuerzas en imaginar las noches que no he pasado contigo.

Por supuesto, jamás le dijimos nada a nadie.

Después de todo, eso no formaba parte de las leyes de los hombres. Ni comprenden, ni tan siquiera pueden aspirar a entender los dogmas de las bestias.