¿Que cómo nos convertimos en esos viejos perros tristes? No lo sé. Ni siquiera sé verlos cuando me miro al espejo. Como si el perro y el hombre ya no fueran perro y hombre, sino una bestia griega salvaje. La mandíbula, la saliva, el lomo, las orejas. Todos nosotros, abatidos, con pelo lacio y abandonados. Bebiendo del agua de los charcos en una ciudad vampira, cansada. Dónde están los lobos que fuimos, me pregunto. A lo mejor se han quedado escondidos detrás de tanto desengaño. No lo sé. A lo mejor esta pena que se nos instala en las clavículas no es más que la última parada antes de culminar con la historia funesta de los hombres, de las bestias.
¿Cómo nos convertimos en estos viejos perros tristes? No lo sé. A lo mejor fueron los amos, a lo mejor fue la carne débil. A lo mejor no luchamos lo suficiente. O, a lo mejor, no lo hicimos bien.
Es aterrador.