el pasado simple como la forma más terrible de todas

A veces sueño con la costa y me pregunto por qué, si no me gusta el mar. Pero el caso es que sueño con cómo el agua se vuelca en la tierra como una cosa obscena, quiero decir, como una penetración indebida en un territorio que no quiere pertenecerte. Sueño que el agua se lo lleva todo y que se vuelven sucias las casas, que se vuelve sucio el aire contaminado de sal. No tengo miedo y no lloro, porque no representa amenaza alguna todo aquello que puede matarme. Es más, desde muy pequeña -me lo dictaba la sangre- tengo la horrible tendencia de jugar a la confusión con todo lo que puede lastimar mi cuerpo. Llamémoslo supervivencia o lo que sea, en realidad. 
También sueño con niños perdidos a los que adultos terribles les hacen cosas malas. Les pinchan en la espalda y les dicen: "estás solo" y de verdad están solos y lloran. Tendrá que ver a lo mejor con este frío, pero me intranquilizan y me despierto con ele stómago revuelto. Me leo a mi misma años atrás y me pregunto si no fui yo una de esas tristes desidias, la desidia de alguien. Eso es doloroso, ¿no te parece? En cierta manera duele el haber sido el error de otros, aunque nos repitamos que no importa. 
Me busco en esos sueños y tampoco sé muy bien quien soy y hablo en singular porque también es más doloroso que cualquiera de los plurales, aunque sea en pasado simple -que es con diferencia la formación más terrible de todas-. Hago recuento, de alguna manera, de lo que sé de mi. De mi con respecto a la enfermedad, de mi con respecto a la vida, de mi con respecto al amor. Me leo en poemas de otros y eso también es un poco una pesadilla: que te desnuden sin permiso, como el océano a la tierra seca. 



Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.

Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.
Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.

Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.

Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre -¡que bueno!- han de estar solos.
Los amorosos son la hidra del cuento.

Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.
En la oscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.
Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.
Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor
como una lámpara de inagotable aceite.

Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.
Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo,
complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida,
y se van llorando, llorando,
la hermosa vida.

Jaime Sabines