dioses que miran de lejos

No todos sobreviviréis. Nos avisaron. Nos cantaron canciones de cuna con finales amargos y la televisión nos escupió la muerte para hacernos insensibles a los dolores que asolan este mundo. Buscamos ídolos de barro capaces de satisfacer nuestra necesidad de amor intenso, de amor tempestuoso.
Nos inventamos historias de luz y de sombra y trágicos sucesos nos empañaron la vida. Fuimos una generación criada en la abundancia, los primeros que rozarían la perfección. Teníamos el conocimiento, teníamos la dicha de lo correcto y lo cambiamos por la intensa adrenalina y los dolores en el pecho.
La noche no fue nunca más un reino prohibido porque nuestros mayores la habían llenado de luces casi obscenas. Los cuerpos, la piel, los animales salvajes acechaban desde un mundo lejano, lejos de la mecánica de nuestros rezos. Quienes somos, de donde venimos, los genios, los únicos, los deseados.
Nos fabricaron en orden, uno a uno, para ser brillantes con los ojos y brillantes con los dedos y brillantes con las manos. Fuimos el juguete de un Dios lejano que nos levantó del polvo y del sufrimiento y de las lágrimas de la guerra sin un motivo. Nos volvió salvajes la opulencia en un mundo antiséptico y acabamos buscando la suciedad, el polvo. 
No todos sobreviviréis. Nos lo dijeron, no importa si fue tarde o fue temprano. La mayoría de vosotros, niños índigo, no entenderéis vuestra propia naturaleza y seréis peces en el mar de la mediocridad más absurda y ridícula. 
Solo seréis libres, solo seréis fuertes, aquellos capaces de remendaros el corazón de los golpes que da la vida antes de que la herida se infecte. 


Antes de que se cuelen por ahí todos los demonios.