en los ojos de los gatos

Alex siempre pensó que el infierno estaba en los ojos de los gatos. Detrás, al otro lado, que se entraba por la pupila y no se salía si lo veías de frente. Sonreía al pensar como la frase de una película -porque eso lo habían dicho en una película- podía haberse metido tan en su cabeza, pero el caso es que así era. Igual es que el ácido es la droga que siempre hace asomar al demonio, pero mentiría si dijera que no le inquietaban los felinos que miraban desde los porches de las casas, bajo los coches, en las aceras. Sentía el ardor de las llamas y el murmullo de la laguna estigia en la nuca, se volvía y ahí estaba: un gato. Y ella, aunque no se hubiera metido nada, no podía reprimir un escalofrío.
-Es curioso- le había dicho Klein, el día que ella le contó toda aquella paranoia, tirados en el sofá de la casa del lago, con demasiado vodka en el estómago y demasiadas ganas pululando por la piel.
-¿Por qué?-se le iba la cabeza, pensó la rubia. LeBlanc se follaba a una tía en el piso de arriba y Grey vomitaba en el baño, lamentándose de su mal de amores. Angie había desaparecido con su novio y Alan metía la cabeza bajo el chorro de agua helada del grifo de la cocina. Dylan, por su parte, dormitaba en la hamaca del jardín, al borde del coma etílico. 
-Porque siempre me dices que tengo ojos de tigre de bengala.- sonrió él.- Un tigre no es más que un gato grande. Y sin embargo, es un hecho que pasas cada segundo de tu vida- dijo, con sorna, paladeando las palabras y llenándolas de todo el desprecio que pudo.- deseando que me pare a mirarte.
-También es un hecho- se abrazó a si misma, tiritando por el ácido, con las ganas de desaparecer palpitando en la garganta y las lágrimas en los bordes de sus pestañas.- que vas a ser tú quien termine matándome. Y, joder,- forzó una sonrisa dolorida y magullada.- estoy aprendiendo a asumir que no te va a importar hacerlo.