Estás esperando a alguien que te haga aullar a la luna y tener ganas de correr desnuda por el bosque. Alguien a quien poder jurarle que serás las venas si él es la sangre. Estás persiguiendo una quimera, un cuento, un sentimiento terrible de manada y unos ojos que miran detrás de ti lo que te rodea, por si fuera mal, por si fuera bien. Estás clavada en una esquina como un perro asustado y te preguntan cual es tu sitio, y por sitio te refieres a en el costado de quién se esconde tu casa. Es hacer funambulismo y preguntar cómo se llama la red de seguridad que está a tres metros por encima del suelo para que no te dejes la cara en la próxima hostia -que sabes que te darás, más temprano que tarde.
Estás esperando a alguien a quien pertenecer, no como pertenecen las cosas -esa estúpida sensación de "mío"- sino como pertenece el mar a la playa y como pertenece la nieve al pico más alto de la montaña y como pertenece el amanecer a la línea del horizonte y como pertenecen las Perseidas a las noches de verano y como pertenece la coca cola al vino malo de tetrabrick, 0,61 céntimos el litro.
Estás esperando a alguien que pronuncie tu nombre como si fuera el del viento solamente para echar a volar. Llevas mucho tiempo solo y tienes las rodillas reventadas y tienes las manos echas mierda y tienes los ojos hinchados y solo quieres dormir al calor de un fuego, un fuego con chispa, con alma y con nombre.
Estás esperando como si te hubieras perdido y te hubieran arrancado del bosque y de los senderos, como si no fueras tú mismo, o como si más allá de la espesura hubiera un "tú mismo" capaz de ser más "tú" de lo que eres ahora.
Un tú capaz de aprenderse el nombre de tu poeta favorito, aunque se la sude la poesía, el color de pintalabios que más te gusta y lo que piensas de todos esos imbéciles que no saben reírse de los números, ni delirar, ni entender el ciclo de tu parpadeo.
Estás esperando.
Y eso, por mucha literatura que le caiga encima, es aterrador.