Llevaba la revolución bajo la falda y toda la rabia del mundo en la sonrisa. Las pestañas de lolita trasnochada acariciando la luna y menos horas vividas de las que le gustaba aparentar. En el cuello las marcas del bozal y en la garganta el ladrido de perra mala, de zorra traviesa, de gata de callejón. Pronunciar su nombre era como invocar al mismísimo demonio, ponerle velas a Santa Rita para intentar ganarle alguna causa, la que fuera.
Aullaba, arañaba, mordía y rompía una y otra y otra vez y yo no podía frenar el oleaje de su mirada, su furia contenida. Sumé más heridas de las que debería haber permitido y le dediqué más lágrimas de las que nunca sería capaz de imaginar. La quise como se quieren los dementes, a la desesperada, sin freno y con todo el corazón. Nunca llegué a entender su tristeza, ni lo que escondía su parpadeo pero imaginé que sus maneras rotundas nacían de una herida que guardaba en el pecho y que jamás querría compartir conmigo.
Leía libros que yo no entendía y ponía rumbo a una cama nueva cada fin de semana. La quise, sí, y me destrozó como quiso. Y, ahora, yo estoy igual de rota.
Ahora tengo mucho dolor que devolver al mundo.