Eché de menos el sur, aunque yo nunca he creído ser del sur y ese frío furioso no me molestaba en absoluto. Aunque yo tengo mi propio invierno enclavado en las costillas y aunque el mar no me dice nada me sentí lejos de casa y lejos de lo seguro. Menuda estupidez, pero el caso es que así fue y no me atreví a decírselo a nadie.
Eché de menos los nombres que había pronunciado tantas y tantas veces, esos que creía que había llegado a aborrecer y que no merecían más noches mías. Ocurrió así, de improvisto, y no me dolió su ausencia; solo me quedaba cariño cuando logré liberarme de sus cadenas.
Fui feliz en otro lugar, muy lejos, por el simple hecho de que me apetecía serlo y de que había ojos y manos y risas por todas partes. Caminé sin miedo y sin pensar mientras montaba por primera vez en un coche extraño y mientras escuchaba historias de la generación perdida por la droga -tantos años atrás- y sobre los jabalíes que me contaba alguien a quien supongo que gustaba y que supongo que estaba conmigo en ese momento porque quería -o así me gustaría pensarlo.
Eché de menos el sur. Yo, que repelo el calor y el sol y que ni siquiera he sido capaz nunca de considerarme sureña, eché de menos mi casa y lo hice sin dolor alguno. Me dije "podría acostumbrarme a esta forma dulce de añorar" y pensé que ese era el primer paso para echar a volar; no tenerle miedo al recuerdo -que asusta más que la posible caída.
Joder, no os hacéis a la idea de cómo eché de menos el sur y lo poco que me importó no estar en él. Y ahora me he quedado triste por ello, porque estoy en casa y echo de menos algo a lo que tampoco sé ponerle nombre. Pero no espero que entendáis nada.