Juré y perjuré que no merecía la pena entenderte y que este era el adiós definitivo. Repetí, una y otra vez, que no eras bueno para mi, ni tú ni todo lo que significabas. Que eso no era ni amor, ni era sano, ni enriquecía mi espíritu ni me dejaba expiar del todo mis pecados. Que tu cuerpo, como religión y como costumbre, no era más que tierra quemada y hostil que no necesitaba nada más que abrasar mis pies al caminar. Que nosotros, como concepto, éramos un saldo olvidado entre los amores de contenedor que se relatan en las paredes de los baños de los bares más sucios de la ciudad. Juré y perjuré que o no te conocía o te conocía demasiado, pero que ambas cosas a la vez no son buenas para el corazón. Una y otra vez, me cuestionaba a mi misma cosas absurdas. Sabía el color de tus ojos pero no sabía lo que había al fondo de tu alma, sabía como funcionaba tu boca pero no desentrañaba tu pensamiento. Sabía de imposibles, de dioses, de adioses y de milagros, pero no había aprendido aún la mecánica de las despedidas.
Juré y perjuré que marcharme era lo mejor para mi y me obligué a no pensar en lo mejor para ambos.
Hasta que me di cuenta de qué, como siempre, tú habías sido más rápido y que te habías dejado la puerta abierta y salí.
Ahí, ahí fue cuando me di cuenta de que yo tampoco soy de agua.