Era terrible esa manera tuya de perderte en el océano. Tenía algo desolador, algo casi venenoso y helado. Como un cenicero lleno de colillas o el último trago de demasiado vodka con arándanos. Ese regusto amargo, culpable. Yo lo pensaba cuando corría con los lobos y lo pensaba cuando la sangre caía por mis rodillas o lo pensaba cuando bailaba desnuda en cualquier motel pensando en cuentos y pensando en poetas de tierras lejanas y gritando cosas absurdas sobre canciones de despedida y algún 13 de diciembre que peleaba por borrar de mi memoria. Hablaba de un calor que yo me robaba de ti -casi de prestado, como un gato vagabundo- y pensaba si no te estaría matando poco a poco mi delirio constante y mi ensoñación de sentirme pájaro, de sentirme ola. Yo veía tu mar por dentro de los ojos, por dentro del páncreas, por dentro del pulmón y daba igual la pradera soleada que llevaras en el iris porque sabía de esa marea cansada. Y yo, como una luna caprichosa, dale, dale, dale todo el tiempo al ir y venir de tus tormentas. ¿Te ahogabas en mi como te ahogaste en las otras muchachas o acaso me conferías la terrible responsabilidad -un castigo inmerecido- de ser tu aire? Estabas ahí, de pie, sonreías con más cervezas de las que deberías tiñéndote los huesos y yo me ofrecía a calentarte los 15 segundos anteriores al amanecer, cuando todo se extingue y, solos, nos quedábamos en la calzada pensando, sin decirlo, en robar un coche y huir del hacernos mayores que nos atenazaba. Yo me ofrecía a no preguntar por el frío, a no preguntar por lo que te ahogaba. Pero solo porque me daba miedo tu respuesta.