Me gustaba que mis dedos se perdieran por debajo de tu falda porque ahí se encontraba el paraíso. Era un paraíso oscuro y lleno de demonios pero no me importaba. No me importaba lo tarde que fuera y el vino rojo que cayera por tus labios porque no dejabas de ser todas las tentaciones bajo una misma piel y yo podía hacerle frente a todo menos a las ganas. Me pregunto por qué los hábitos del hombre castigan ser infiel a unos principios, ser infiel a unos valores, ser infiel a unos motivos pero premiaba a todos aquellos que consentían ser infieles consigo mismos. Yo lo hacía, cada día, jugaba así a los engaños y me cuestionaba quien era y quien dejaba de ser. Pero luego caía la noche y éramos jóvenes de nuevo y qué le hago, qué le hago si yo solo soy yo cuando estoy un rato contigo. Me vuelvo lobo y busco lunas a las que aullar, aunque estén rotas y aunque estén ajadas y vacías. Aunque no seas tú, eso no me importa, aunque tú no seas la marejada en la que se pierde mi barco y haya otras pieles que estaría dispuesto a incendiar, pienso continuamente que son tus ojos la chispa que todo lo incendia y que todo lo quema. Me pregunto en qué planeta estás esta noche y si divagas con otros como conmigo y si ladeas la cabeza como un cervatillo escuchando el viento. Y eso me perturba, porque no sé si sé bien quien eres cuando no te tengo, y me alimenta, porque sé que tú solo eres más tú cuando no estás conmigo. Me pregunto si seremos algún día algo más que un juego del gato y el ratón cansado y si habrá oportunidades y si estaría bien aprovecharlas. Me pregunto si estoy dispuesto a arriesgar la vida y me contesto que la horca, que el patíbulo y que el garrote vil no son para los ladrones aficionados como yo. Pero entonces me miras y ya no sé quien soy. O me encuentro de golpe conmigo.