Nosotros hacíamos el amor y hacíamos la guerra porque no entendíamos la diferencia de los actos desesperados. Siempre que nos tocábamos era con el hambre de los perros rabiosos, los que desgarran, los que olvidan. Qué nos unía, a parte de demasiadas cervezas a medias y un buen puñado de pecados compartidos. Qué teníamos más que ver que eso, quizás las maneras desganadas y la necesidad de sabernos más listos que el demonio. No lo decíamos en alto porque sabíamos que nadie sabría jugar con nosotros a las mentiras, pero el caso era que me ponías sonrisa de lobo hambriento y yo no era capaz de no dejarme comer. Es así, así vivimos las malas personas, siempre en la oscuridad constante de lo mal hecho. Es el juego de las bestias, que no funcionan, a medio camino entre lo que está bien y lo que hacen los animales salvajes. Y me preguntarás, si algún día te atreves, por qué hablo de fieras cuando me refiero a ti y a mi, pero es que a veces viene muy bien que te recuerden que no hay tanta diferencia en lo que somos y en lo que seremos si no dejamos que la vida nos apriete demasiado el collar al cuello. Sobre todo si seguimos mirando al mundo con ojos de sabueso.
Nosotros hacíamos el amor y hacíamos la guerra, los hijos de Alejandro el conquistador, forjados al fuego y forjados al ambas. Nosotros hacíamos el amor y hacíamos la guerra, porque entendíamos la vida y nos burlábamos de los números.