los salvajes (II)

Cuando miraba Nueva York de noche le daba la sensación de que era un circo oscuro que se desparramaba como una araña. Se extendía con fiereza de un lado a otro, como si pudiera devorarlo todo a su paso. Si caminabas por las calles no sé notaba porque estabas dentro de la ilusión, del día ficticio y la ebullición constante. Eras un payaso más del espectáculo de las mentiras, pero estabas tan enganchado a la mierda que te proporcionaba que no te planteabas el escapar. Decías, esta Nueva York vibrante es el culmen, el paso más cercano al cielo, con su gris, con sus ratas, con sus yonkis y todo su veneno.  
A ella le encantaba Nueva York, sobre todo cuando podía verla desde arriba, cuando la perspectiva le daba las razones suficientes para no mandarlo todo a tomar por culo. Fumaba despacio y creía ver vida en algún rincón. Se enfrentaba a todas las luces y las convertía en un puzle. Como si todas esas bombillas parpadeantes en cocinas estrechas, como si las lámparas en los estudios y las elegantes farolas de los barrios residenciales respondieran al impulso nervioso de un mismo cerebro latente, escondido. 
Era estúpido pero le gustaba pensar que todo estaba conectado. Que al apagar una luz en Brooklyn se encendía otra en China Town. O algo así.
-¿Y qué han dicho tus jefes?- sacudió la cabeza levemente.- Tu agencia, lo que sea.
-No sé, la verdad. Su opinión no me interesaba demasiado.- respondió ella. Escuchó una carcajada grave y profunda y sonrió para si, satisfecha.- No tenía que haberte dicho nada.
Juliet se levantó, sonriendo. La temperatura de la habitación era agradable, el aire acondicionado estaba encendido. Se apartó el pelo de la cara, aun con el cigarro en los labios, acercándose a la cama una vez más. 
-¿Te arrepientes de marcharte?- sonrió Hank.- ¿Lo estoy consiguiendo?
-Bueno, te echaré de menos. Es todo lo que puedo decir.- dio una calada larga y expulsó el humo por la nariz, mirándole. 
-¿Es necesario que fumes? Me resulta terriblemente molesto.- añadió él, con un gesto de desagrado.
-Pues precisamente por eso, que parece que nos hemos conocido ayer.- le guiñó un ojo, dejando la colilla en un elegante cenicero de cristal. Se dejó caer sobre la cama. Llevaba un vestido vaporoso, corto y negro, con tirantes finos y pequeñas estrellas blancas adornando toda la tela. La muchacha comprobó cómo él le miraba los muslos, le pareció bien. De puta madre.- Me fascina esa manera que tienen los exfumadores de odiar a los que siguen fumando. Un vicio solo debería dejarse porque uno quiera.
Seguro que la habitación era bonita. Todo lo caro en Manhatam era bonito. Adornos dorados que simulaban a una Europa muy lejana. Camas cómodas, olor a limpio, un baño blanco de mármol reluciente. Un minibar con moet. Vistas a la luz de la Gran Manzana. Bonito de serie, bonito de fábrica. Bonito, a secas, solo bonito. Tanto que resultaba deprimente. 
-En mi caso fue porque quería vivir más años.- acababa de cortarse el pelo. No mucho tampoco porque no le importaban demasiado esas cosas. Se peinaba siempre igual, un poco para atrás, nada que pareciera demasiado esmerado. Cuando Juliet le veía en la tele o en alguna película siempre pensaba que seguro que todo eso –su manera desenfadada de vestir, su barba de dos días de algunas ocasiones o su pelo, así como poco cuidado- formaba parte de una imagen muy estudiada por publicistas y agentes. Nada más lejos de la realidad.- Mi médico insistió bastante.
-Por favor, eres viejísimo.
-De hecho cuando tú naciste yo era mayor de lo que eres ahora.
-¿Cuántas películas habías hecho entonces?
-Creo que doce. Puede que más. 
Juliet se rio sin apartar los ojos de él. Le gustaba mirarle, sin más. Como quien mira un cuadro o una fotografía bonita. Le resultaba terriblemente masculino: la mandíbula tan cuadrada, las arrugas en la frente, los labios finos, la nariz grande. Tenía los ojos grandes y algo caídos, lo que le daba un aspecto algo triste, melancólico. Pasaban los años y seguía sin perder ese aire desgarbado; muy alto, con los hombros anchos, ahora que le había dado por el ejercicio estaba mucho más fuerte. Había envejecido bien en resumidas cuentas. 
-¿Sabes que estás muy guapo con las gafas puestas?- dijo ella.
-Es la primera vez que me lo dicen. ¿Parezco más intelectual?
-Algo así. 
Hank Casciari no era un hombre excesivamente guapo y Juliet lo sabía. Del mismo modo, sabía que lo compensaba con ese aire interesante, con esa forma franca y tan directa de mirar, con su manera de moverse tan característica. Siempre hacía los mismos papeles: el malo por excelencia desde la segunda mitad de los ochenta. A veces el drama del yonki que termina por morir. No le imaginaba haciendo otra cosa y, probablemente, él tampoco.
Se habían conocido –hacía casi dos años ya- de una manera muy tonta y muy típica de las leyendas negras del cine: en una fiesta. Un empresario muy famoso debía cumplir cincuenta o sesenta o a saber y para celebrarlo –ya había que tener espíritu para celebrar el medio siglo- había llamado a todas las modelos de la ciudad. Todas las que estuvieran entre los 18 y los 24 y que hubieran hecho algo mínimamente importante. Juliet había llegado a la ciudad unos meses atrás y su único trabajo había sido para una revista de tatuajes. Trabajaba para una agencia con bastante renombre en la que la había enchufado su madre y aun no estaba muy convencida de querer formar parte de aquello, pero es que tampoco tenía mucho más que hacer. Vivía con una modelo francesa llamada Noelle que estaba más interesada en ir de fiesta que en trabajar y cuando la llamaron le pidió que fuera con ella. Aceptó porque pensó que, como poco, habría buena coca y llevaba mucho tiempo sin darse un homenaje. 
La coca resultó excelente y el alcohol de marcas tan caras que no sabía ni pronunciarlas y se les fue tanto la cabeza que las dos terminaron en la cama con Hank Casciari. Menuda pasada. Juliet se rio de aquello y lo guardó como una de esas noches salvajes que viven los más afortunados; Noelle volvió a París y todo se quedó así, en el recuerdo. 
Comenzó a tener muchos más encargos y le fue bien, mejor de lo que esperaba. Le resultaba muy divertido porque, cuantas más ofertas recibía más se esforzaba en conseguir la imagen que una modelo no quería tener: se llenó de tatuajes, de piercings, teñía su pelo de un color distinto cada dos semanas sin avisar a nadie. Su mayor afición era tensar de la cuerda; a ver qué pasaba. A ver cuando tardaban en despedirla; sabía de sobra que la industria de la moda buscaba rostros muy diferentes que fueran todos iguales. Pues bueno, en toda Nueva York no habría nadie igual que Juliet Rouse, se encargaría de ello. 
Así la localizó Casciari de nuevo y, pese a estar casado, no tuvo reparos en invitarla a cenar y a un par de copas y a un par de orgasmos ya que estaban. Se les colaron entre tanto algunas conversaciones y bastantes estupideces. Contra todo lo pronóstico y pese a que él tenía 47 y ella apenas superaba los 21 se hicieron amigos. Amigos con derecho a roce, sí, pero la primera parte había terminado por adquirir más peso que la segunda. Y eso que el sexo era verdaderamente bueno. 
-¿Cuántas ofertas has rechazado?- preguntó. Lo que más le molestaba de Casciari era ese afán que tenía a veces por saber esas cosas. Como un destello de madurez que la chica no era capaz de tolerar. 
-¿Qué más da eso?- se incorporó, colocándose encima de él. Hank profirió un suspiro, acariciándole la cara. Dibujó sus labios con el dedo pulgar.
-Me preocupo por ti. ¿Has hablado con tu madre?
-No sé si en Hollywood os lo montáis de otra manera.- Juliet sonrió.- pero cuando uno quiere follarse a una chica no le pregunta pos sus padres. ¿Tu mujer bien, a todo esto?
-Mi mujer estará ahora con algún amigo- le sorprendió su tono serio.- Juliet, no quiero que te vayas.
-¿Qué más te da? Tienes una agenda muy larga llena de chiquitas que querrían…
-No es por mi, ¿entiendes? Es por ti. No te estás dando cuenta de lo que tienes. ¿Sabes la de muchachas que querrían ahora estar en tu pellejo?- Hank adivinó su gesto, intuyó que iba a apartarse y la agarró de la cintura, pegándola más a si mismo.- Sé la mierda que te parece todo y la pereza que da pensar en todas esas cosas que hay que hacer por agradar a una panda de gilipollas que no te interesan lo más mínimo. Lo sé. Estuve a punto de dejarlo muchas veces, pero tienes la oportunidad de tener una vida muy cómoda. Puedes sacar mucho dinero de esto. 
-¿Hasta que cumpla los 26 y empiece a ser vieja?- frunció el ceño.
-Hasta cuando puedas. Saca dinero hasta cuando puedas. Tienes la suerte de que haciendo lo que te da la gana consigues ofrecerles lo que ellos están buscando. Eso es un privilegio que tenemos solo unos pocos. ¿Para qué estás dejando Nueva York, para estudiar arte? Por favor. Piensa un poco en…
-Lo tengo todo pensado. No me tomes por estúpida, Hank, porque no lo soy. Yo no aspiro a vivir bien, aspiro a vivir como me de la puta gana. Y a estas alturas no voy a pedirte permiso porque tú ni cortas ni pinchas aquí.- gruñó.
-No te enfades…
-No me enfado, te lo cuento tal como es. A mi no me interesa ser modelo y no vine aquí para ser modelo. Mi madre me metió en esto por un capricho suyo y no se me ocurrió que hubiera gente tan subnormal que fuera a pagarme a mi por poner cara de circunstancias y llevar ropa. Que la mayoría de las veces es fea de cojones…
-No me estás contando el verdadero motivo por el que lo estás mandando todo a la mierda.
-Pues porque no es asunto tuyo, me cago en la puta.- le costó contener un grito. Se estaba poniendo muy nerviosa y no había cosa que más consiguiera cabrearla que las preguntas. Preguntas a todas horas. 
El trato era ese: ella contribuiría a su necesidad patológica de sentirse joven y él no se metería en su vida, no se inmiscuiría en sus decisiones. Si esa extraña relación había funcionado –o, al menos, se había mantenido en el tiempo- se debía única y exclusivamente a esa norma no escrita de que en la cama eran iguales. Y punto.
-Te voy a echar de menos.- suspiró Hank, finalmente.
-Te contaré un secreto: llamaste a la equivocada. Noelle folla mucho mejor que yo.- él sonrió, negando con la cabeza.- Gracias por preocuparte, pero no lo hagas más porque es un coñazo y yo he venido aquí a correrme. No sé tú. 
-Si me necesitas llámame, ¿de acuerdo?- le sujetó la cara con ambas manos.- Llámame. Para lo que sea. No me jodas, Juliet, escúchame: si necesitas dinero, si necesitas abogados, si necesitas que te saque de un apuro, que haga lo que sea: llámame. 
-¿Esperas que me meta en muchos líos?- le susurró al oído, librándose de sus manos. 
-No espero menos de ti.
Qué bien la conocía, joder, pensó mientras le desabrochaba los botones de la camisa con la boca. Daba incluso un poco de miedo. De joven debió ser un pieza, como ella. Seguro que era de esos chavales que no sabían qué hacer con su vida y se las gastaban por ahí de duros, dando palizas y quemando coches. Luego había hecho negocio de esas malas intenciones y le había ido bien. Y lo que le quedaba: su cara empapelaba la ciudad anunciando su próxima película, que se estrenaría en poco menos de una semana. Ya trabajaba en la siguiente. Tenía un yate, una casa en Italia y otra en Cancún, un ático de lujo junto a Central Park. A veces le daba por ahí y se iba a dar la vuelta al mundo sin rendirle cuentas a nadie. Era extra dependiente, sí, pero de si mismo. ¡Cómo le envidiaba, aunque solo fuera en ese sentido!
Le gustaba oírle gemir porque anestesiaba sus pensamientos. Bloqueaba imágenes rojas que a veces penetraban en su mente. Lo había intentado con otros más jóvenes pero no había servido: se encontraba de golpe encima de ellos o debajo o como demonios fuera y la imagen de Dylan aparecía allí, en sus caras. Era enfermizo, pero no podía evitarlo. Se le llenaban los ojos de lágrimas y necesitaba desaparecer de alguna manera. Con Hank no le ocurría, probablemente porque pertenecía a otro mundo, porque nada tenía que ver él con un chaval de veinte años al que maltrataban en casa y que no tenía donde caerse muerto. Pero eso no era algo en lo que pensar en la cama. 
Se desquitaron a gusto y con mucho mimo hasta que les dolió la piel. No como amantes, sino como amigos que se despiden, amigos que saben que probablemente no volverían a verse. Se portaron como niños, como colegas, como dementes. Era divertido, tenían sus propias normas, su propio lenguaje secreto. No vivían las mismas guerras, pero en tiempo de paz no hay estrategia que valga. Casciari no preguntó más y Juliet se comprometió a dejarse querer un poco, sin quejas ni desvíos. Él sonrió al leer en la espalda de la chica aquel tatuaje que rezaba “no nos dejaremos matar” y ella pensó mientras se corría que a lo mejor estaría bien mandarle de vez en cuando algún mensaje, solo para que supiera que no habían podido con ella. Era un poco estúpido, pero la mayoría de las veces no necesitaban hablar para decirse cosas importantes. De hecho, si se paraba a pensarlo, Juliet no recordaba que se hubieran dicho nunca nada importante. 

Joder, cómo iba a echar de menos a Hank.