Pobres muchachos hambrientos, decían, pero lo decían con el miedo en los ojos. No les gustaban nuestras sonrisas y no les gustaban nuestras rodillas enrojecidas y no les gustaba nuestra manera de andar. Hablaban con la pena y la condescendencia del que se cree superior y nos dedicaban el último pensamiento antes de dormir como el que tiene miedo.
Les tranquilizaba, imagino, pensar que no pertenecían al mismo mundo que nosotros. Pensar que más allá del puente, donde habitábamos, todo era caos lejos de su meticuloso orden. Que estaban limpios y que nuestro germen se propagaba lejos, donde no podían tocarnos.
Tenemos tanto fuego dentro y ellos tan poca agua, tenemos tanta vida por delante y tantas hostias y tanto llanto. Tenemos el corazón marcado por la desdicha y es que no somos más que los hijos de los hombres, el fruto de una sociedad rota.
Con nuestras sonrisas voraces, con nuestros dientes de lobo, ¿qué hacer frente lo apetitoso de respirar? ¿Por qué apagar las oscuras pasiones de las que hablan los poetas? Somos salvajes, somos serpientes.
Somos el futuro que está por romper a llover.
Por eso nos tienen tantísimo miedo.