Se teñía la luna de un color destructor, ardiente. Los malditos acechaban en cada esquina y, si los tocabas, se transformaban en luz. Los gatos chillaban a los roedores, escondidos tras las esquirlas que había dejado las hojas de meta. El lado contrario de la cama me acechaba, me hacía llorar, tatuando en mi vientre palabras que yo nunca dije. Volaban las pirañas, rasgando huesos con sus afilados dientes de nácar quebrado, empobrecido. Nada tenía sentido. La arena del desierto, las olas, los terremotos, los tsunamis. Entropía que nos ahogaba hasta desfallecer, nos faltaba el aire. Qué ganas, sirena, de salvarse la vida. Pero es que ninguno sabíamos volar.


Muertos. Estábamos todos muertos.