Lo veía horrorizada, lo veía sollozando por dentro, con la boca entreabierta. Veía el espectáculo dantesco que le ofrecía la televisión y se le encogía el alma. Un Fidel Castro imponente, que hablaba de los perros, de las mentiras que el blanco contaba de los cubanos, de los derechos humanos, de los que se mueren de hambre, de los que en realidad -dice él- no se mueren de hambre. Siempre, siempre hablaba de lo mismo, siempre escupía las palabras, ensuciando la dicha, ensuciando los largos días de sol.
Mamá, le decía yo, mamá, tranquila.
Pero no estaba tranquila, ¿cómo estarlo? Ella, que conservaba el color del Caribe en la piel, que tenía muescas en las manos de subirse a los árboles, de chica. Que se manchó las faldas trabajando, cerquita del humedal, de la lluvia que cae templada del cielo. Porque es en Cuba padre el cielo, y madre la tierra, y amasan con cuidado la vida, las horas, el tiempo.
Cuba, ay, ay, mi Cuba, decía ella, más para ella, para si misma, con los ojos de leona enjaulada que se le ponían cuando recordaba su país, su casa, a sus abuelos, a su padre acribillado por las balas del dictador que no tiene el valor suficiente de proclamarse dictador. Ni eso tiene esa rata, ni eso.
Como hacerte olvidar la Habana, mamá, como hacerte olvidar tu Habana rica. La playa, el malecón, Santiago. La yuca, el plátano. Como sacarte de dentro esa parte, mamá, solo para que no sufras, para que no me llores más, para que no se te deshaga el trocito de Cuba que me llevas dentro, el que canta nanas tatuadas de un son que te templa el alma, que te espanta los miedo. Para que no te sientas tan lejana, tan perdida, tan solita. Esa tierra de hombres altos y mujeres de carnes generosas, que te susurra al oído, que te lame las heridas, que te abraza, que te siente.
Tú eres Cuba, mamá, tú eres la mejor bandera, el mejor regalo.
Tú eres Cuba, mamá, y eso que no te lo quite nadie.