La ciudad tiene un nombre, ¿pero cuanto importa realmente? Todas las ciudades grises guardan la misma esencia de hastío. La luna cae sobre ellas de la misma manera, pero eso tampoco importa: el cielo nocturno está vacío, es naranja. No hay ningún tipo de verdad en ese firmamento.
Mirar por la ventana no es otra cosa que enfrentarse al monstruo que respira y se extiende: los latidos de las mesitas de noche que se encienden, las luces amarillentas de los lavabos, los neones parpadeantes -filo rojo, letra negra, ausencia no debida. Parece que su murmullo de derrape, vómito y llanto marca el segundero de un tiempo lejano. No funcionan los relojes mientras el fiero animal de cieno descansa.
Estoy a 14 paradas de autobús de casa. Una hora y media a pie. No me importa a cuanto en coche, porque no lo tengo. Tengo que cruzar el río y creo que ni siquiera estoy en el mismo universo, no pertenezco a esta tierra. Como si no fuera la misma en la que he crecido: en la que he tirado la basura, en la que me he puesto hasta el culo de la mierda más dañina. En la que he querido y en la que he querido mal. Sobre todo mal.
Soy una extraña. Soy el zorro asustado que sale del bosque y se esconde en la granja: a un lado los cazadores y a otro el perro que hace guardia. Me pregunto cuando habré firmado mi sentencia de muerte y qué estupidez estaba haciendo para no enterarme.
No soy más que una mujer de arena esperando que la arrastre la brisa y esperando que la derribe el mar: así es justo como me siento.
No lo sé, Joao, no sé si algún día te entregaré esta carta. No sé ni siquiera por qué tú deberías ser el destinatario de este cuento: no pienso que puedas salvarme. Creo que no pienso que puedas salvarme.
Antes tenía unas ganas rabiosas de vivir. Antes ladraba, mordía, arañaba. Me quemaban las noches. Quería esnifármelas todas, inyectármelas en vena, bailar a su ritmo por muy frenético que fuera, por mucho que no entendiera de sus compases. Dios mío, Joao, qué lejos estaba la muerte entonces, ¿te acuerdas de eso?¿te acuerdas de cómo éramos cachorros de lobo, de cómo lo único limpio era nuestra risa y nuestro aullido?
¿Qué nos ocurrió?¿Es esto hacerse mayor? Estoy fumando un cigarrillo en la parada del autobús y me doy cuenta de que hace demasiado tiempo que todo me sabe a ceniza. Siento un collar sobre los hombros y no sé si es de perro o de reo.
No sé si este es el comienzo de los últimos días o si es el principio de la mansedumbre. No sé si solo necesito dormir o si ya he perdido esta guerra, si nos han robado del todo esas ganas que nos quedaban, lo poco que podíamos decir que era nuestro. Nosotros, los niños soldado, tampoco sabíamos quienes éramos, pero nos dieron un fusil solo por haber nacido en la orilla equivocada del río. Joder, Joao, hemos visto más cosas de las que deberíamos haber visto, ¿somos supervivientes o acaso estamos ya muertos?
No lo sé. Solamente tengo una sensación terrible, como de que va a ocurrir algo que no voy a poder controlar y que no va a ser necesariamente bueno, en absoluto. Me gustaría decírtelo, pero no puedo. No puedo ponerle palabras: tengo miedo de que ese sea el paso para que se cumpla la terrible profecía que me acecha. No puedo entregarte esta carta: tengo miedo de que ya no me entiendas. tengo miedo de que ahora entre nosotros haya más distancia de la debida. No sé si tengo derecho a pedirte que me salves el culo de nuevo, pero es que tampoco sé qué monstruo es el que me persigue.
Lo seguiré intentando.
Pero creo que esta vez eso no va a servir de nada.
La tribu de los manchados