Déjalo ir. Así de sencillo. Deja que se marche y no vuelvas a pronunciar nunca su nombre. Deja de preocuparte por su sonrisa, por si te mira, por si no te mira. Estás cansada y no merece la pena. Que no te importe lo que piensa, ni lo que hace, ni lo que dice, ni lo que quiere decir con lo que hace ni lo que no quiere hacer contigo. Pasa de su forma de no preguntarte nunca qué tal el día y de contarte lo que anda haciendo, a ti también te apetece que se interesen por ti. En serio, sé que cuesta, pero no te pongas nerviosa cuando no sabes nada de él y piensas que nunca volverá a hablarte; es lo mejor. Que no te hable, digo. Cualquiera capaz de hacerte sentir así, como caminando sobre un alambre, no merece estar. Que se pire, en serio, porque tampoco es para tanto. Y no lo es, por muchos que sean sus talentos, porque no quiere serlo. Deja ir al que se vaya, aunque ni lo note y no sufra un ápice.
Déjalo ir. A lo mejor vuelve cuando note tu ausencia. O a lo mejor no lo hace y este adiós es definitivo. Quizás estés triste un tiempo. Pero, me cago en la puta, qué libre se queda una cuando vuelve a pertenecerse a si misma.