Todos estamos un poco rotos. Llegamos al mundo intactos, inmensos, y poco a poco nos erosiona el agua y nos erosiona el viento. Nos pasamos la vida poniéndonos capas, una encima de otra, para proteger ese corazón destartalado que debería estar entero, según nos cuentan los cuentos, y que debemos entregar a otra persona como si ese fuera el mayor de los aprecios. Tenemos que sonreír y aparentar que no tenemos miedo y que buscamos un sentido y un destino mientras miramos los vuelos que salen de la terminal. Tenemos que llorar lo justo con cada despedida y pesar con precisión milimétrica el dolor que compartimos, mientras por dentro todo se resquebraja. Me dijeron "chiquilla, estás en las nubes" y yo respondía "no te preocupes" pero sí que estaba preocupada. Estaba preocupada por toda esa gente gris que camina haciendo como si no quemara a veces la vida, como si todo fuera perfecto, por todos esos engranajes mecánicos, por todos esos cuerdos. Yo, con todas mis marejadas dentro, caía y caía y corría y gritaba y volaba. Y, de golpe, lo entendí: a lo mejor no hay que lamentarse por estar roto. A lo mejor son esas lesiones las que nos transforman en algo único.
Incluso en algo mágico. A lo mejor llevamos toda la vida intentando repararnos y resulta que es así como debería ser. Solo que no nos hemos parado ni tan siquiera a escucharnos.