Me dijo que sería mi cauce y yo no fui capaz de entenderlo. No comprendí sus palabras pero si sus caricias suaves, su sonrisa cálida, su cuerpo como hogar y como templo. A mi me gustaba su risa cuando hablaba de la fuerza imparable de mis corrientes cuando lloraba o reía o cuando dejaba salir esa rabia que me palpita en el pecho más de lo que debería.
Me dijo que me enseñaría el lenguaje de los hombres, sus normas absurdas y sus mentiras despiadadas, que nunca sería como ellos, pero que podría aparentarlo. Bebía vino, miraba con nostalgia las estrellas y hablaba de historias de marineros que no sabían querer más que a los albatros, a las sirenas y al mar.
Me dijo que, pese a eso, no olvidara mis maneras de niña salvaje. Que no dejara de lado las leyes de las bestias que configuraban mi verdadera naturaleza. Que siguiera siendo un oso -cuando no temía perderme en ningún callejón oscuro- y siguiera siendo un lobo -cuando sonreía con hambre desde la barra de cualquier bar.
Me dijo que no tenía que tener miedo; él sería mi cauce. Él me señalaría el camino. Y cada vez que lo repetía notaba el deseo en su voz de que llegara el punto en el que no pudiera contenerme y desbordara sus confines, cuando finalmente encontrara el mar.
Me dijo que él sería mi cauce pero olvidó hablarme de la erosión. Lo descubrí cuando era demasiado tarde.