Tu casa deja de ser tu casa cuando ya no te sientes parte de ella.
Ni tan siquiera hace falta no estar a gusto, simplemente no es tu sitio. Ni las paredes ni todo lo que un día contuvieron te dicen nada. Ni un insulto, ni un reproche, solo nada. Una nada que oprime en el pecho. Una nada que te llena por dentro de ausencia, de vacío.
Así se debe sentir uno en el centro de un agujero negro. Justo así.
Lova se aferraba a las sábanas, esperando. No sabía qué esperaba, pero esperaba. Que dieran las seis, que cesara la lluvia al otro lado de la ventana. Que ocurriera un milagro, aunque fuera uno pequeñito.
Esperaba, pero no esperaba porque tampoco creía.
Suspiró una vez más, despacio. Llenó su pecho y no le pareció suficiente. Como si no pudiera contener el aire, como si no pudiera guardarse a si misma.
Había encendido la luz, que parpadeaba cuando caía un trueno. Llevaban días de tormenta, pero Londres se mantenía impasible, orgulloso, como siempre.
Lova miró su casa y no vio su casa. Sintió la cama grande y las sábanas limpias y se preguntó si siempre habían sido tan ásperas, si el azul de la pared había estado siempre tan cansado. No supo responderse, pero es que casi nunca sabía responderse.
La maleta reposaba en el suelo, cerrada. Si hubiera sido capaz de sentir algo -lo que fuera- le habría sorprendido encontrarse con tan pocas cosas importantes. No había cogido toda su ropa, solo esas prendas que uno considera parte de si mismo. Esas que, de alguna manera, te configuran un poco. Estupideces como un vestido negro o una camisa blanca a las que se pega tu olor.
Su olor.
No le olía a nada. De verdad que no. Ni siquiera esa colonia tan fuerte que él solía ponerse. El frasco estaba a medio llenar en la mesilla de noche, con una extraña forma triangular. Después de tantos años Lova debía saber el nombre de ese perfume, pero lo desconocía. Lo miró, desafiante, como si fuera una representación de James en el cuarto. Como si de alguna manera estuviera conectado con él.