Se me hacía nimio y absurdo y sucio y mezquino hablar del orgasmo, ¿entiendes? Que siempre he sido yo de correrme mucho y amar lento. Pero es que no tiene mérito, ¿lo sabes? No tiene mérito alguno que los perros del placer ladren en los baños de los bares o se fotografíen con una cerveza en la mano y el corazón hasta arriba de humo. Somos la generación perdida, me digo, y es precisamente en los baños de los tugurios donde se escriben las grandes Ilíadas de los tiempos modernos, entre declaraciones de amores y de odios de parten de los quince años y se esfuman antes de desembocar en la vejez. La discoteca está llena de jóvenes Calipsos ávidas de romances de contenedor, aunque sea, con sus sonrisas y sus labios y sus cuerpos de niñas ilegales y proyecto de mujer con medias de rejilla y zapatos de tacón. Cuantos marineros acaban volviéndose locos entre la música, entre el calor, entre las pastillas que imitan el terrible vaivén de un navío.
Pero el barco está varado.
Y la brújula está rota.