Ella siempre decía que la vida verdaderamente vivida es aquella que logras comprender, ni más ni menos. Como si el hecho de saber por qué sale el sol, por qué cambian las mareas o por qué te enamoras de unas feromonas en lugar de hacerlo de unos ojos verdes fuera a hacer más válidos tus latidos.
Yo sabía que se equivocaba, pero no se lo dije. No se lo dije porque sabría que terminaría por darse cuenta cuando racionalizara algo que se escapa a la comprensión. La imaginaba intentando entender el amor o una puesta de sol o un mensaje en el móvil que consta de solo una palabra, pero que te advierte de que al llegar a casa es muy posible que alguien vaya a quitarte la ropa a mordiscos antes de que cierres la puerta.
Así que la dejé ahí, con esos andares de poeta desgraciada y esos penosos hipsters que imitaban a los subterráneos de Kerouac sin saberlo. La dejé seguir bailando salsa con su confusión.