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Pienso constantemente en Gabriel. 

No sé si los que me miran desde fuera saben que lo hago. No estoy segura, la verdad. Me sonríen con esa pena diluida y yo a veces me lo tomo como un insulto y a veces como el orden natural de las cosas. 

Es complicado, en realidad, no tomárselo como un insulto. Porque el caso es que continúa. Las cosas, no sé. siguen funcionando igual que cuando Gabriel se marchó. Sale el sol, se pone. Las personas crecen, cambian, como deberían de crecer y como deberían de cambiar. La vida se abre paso; da igual si es a través de lava primigenia o si es contra un torrente de alcohol y somníferos que llaman al sueño. 

Normalmente no te importa. Piensas, ¿qué más da en realidad? Si tu dolor lo llevas dentro tú y no necesitas compartirlo. Si de poco te sirve que sufran los demás porque hay alguien que se ha ido y que no va a volver jamás. Que tu corazón seguirá latiendo por dos, agotado. Te acostumbras, imagino, al peso de la muerte. Como antes de que se marchara. Te acostumbras a la luna y a las estrellas y a los chicos que meten la mano bajo tu falda y a los amores que ni son amores ni son nada más que juegos de críos, aún cuando ya eres lo suficiente mayor como para creer que hace mucho que no eres un crío. Te acostumbras a las responsabilidades que pesan y a madrugar cada mañana y a apaciguar el espíritu y los ánimos y a conformarte con lo que todos quieren. Con una casa, con un trabajo, con unos hijos. Dejas atrás los veinte y los treinta y después qué. Después. No llego a imaginar qué hay después. 

A mi no me pasa. Yo pienso constantemente en Gabriel y no sé cómo de patológico es pensar en el hermano muerto cada día, o si por el contrario es sana la pérdida y tenerla muy presente. 

Camino por la calle entre la multitud de nadies sin nada y me siento marcada, como con un estigma oscuro que me distingue entre la multitud. Algunos lo ven de lejos y sonríen con ese gesto que intenta ser conciliador pero que huele a condescendiente o algo así, no lo sé. 

Y yo siento que me insultan. Que me insultan a mi y le insultan a él. Con sus aplausos, con sus caricias, con su forma de no pararse ante la atrocidad de la muerte. Me dan ganas de subir al edificio más alto de la ciudad y gritar que la muerte existe y que a todos nos atrapa antes o después. Que tenían razón los poetas malditos y que es fugaz, que es dolorosa, que es la verdad arrebatadora: la muerte, la marcha, la pérdida. 

Recuerdo a Gabriel y recuerdo su pelo rizado y su sonrisa perdida y sus ojos llorosos y digo: cómo podéis. Cómo podéis seguir amaneciendo así, como si nada. Cómo rezáis a los muertos para apaciguar la culpa pero después qué, después cómo, después cuanto. Cómo podéis seguir viviendo. 
Yo me ahogo entre humo y entre bebida barata y entre sustancias que no se de donde vienen, pero que terminan en mi torrente sanguíneo. Sigo leyendo libros y sigo viendo películas y sigo llorando en la ducha, meciéndome, como si la muerte de Gabriel hubiera sido una violación y me hubieran arrebatado de un plumazo toda la inocencia que logré amasar. Toda la inocencia que a uno le queda a los dieciséis, que no deja de ser toda la inocencia del mundo. 

Me preguntaban si con ello buscaba el olvido y me aseguraban que no me estaban juzgando si así era. Pero yo sabía que sí juzgaban y yo sabía que no lo hacía por olvidar. No me entendía a mi misma y no les culpaba por no entenderme, pero el caso era que solo necesitaba vivir.

Tenía que hacerlo. Tenía que tener el corazón bombeando a mil por hora porque si no tenía la sensación de que se me pararía y me aterraba, me aterraba, me aterraba perderme. Me aterraba ser débil y me aterraba imaginar que hoy moriría y que mañana sería el día, el día en el que todo se habría llenado de luz y habría comprendido por qué mi hermano se marchó. Pero eso no ocurriría si yo ya me había ido. 

A veces las odio y a veces las amo. Amo la simpleza, la forma en la que deciden que les importan cosas estúpidas. Pienso; ojalá pudiera ser yo libre de la consciencia de que a veces unos se mueren y de la muerte no se regresa. Del saber que unos mueren porque quieren morir y algunos otros porque otros han querido que mueran, de preguntarme constantemente si verdaderamente eso importa o si algo importa en realidad.

Ellos no lo saben porque actúan como si no lo supieran y no se puede simplemente disimular que uno siente pánico. No es así. No les aterra. No lo entienden, como yo. 
Y por eso las odio a veces, a las personas, por estúpidas. 

Y por eso las amo a veces, a las personas, por estúpidas.