nunca vas a marcharte


Viniste y te fuiste y yo no sé si permaneciste en mi vida por tres horas o tres años. Ni siquiera sé si hablar de tres minutos cuando pienso en el ciclo de tus parpadeos y en el absurdo despertar de tus pupilas cada mañana. ¿Y es que cuantas 7:32 de un lunes cualquiera compartimos? Se me antoja que todas, se me antoja que ninguna. 
Te quería porque no eras mío, solamente por eso. Tu palpitar y tu risa no importaban nada. Suena obsceno ese pretencioso alguien siendo de alguien, pero qué le voy a hacer. No puedo hablar con franqueza sin presentar a mis demonios y el caso es que ni te necesitaba ni te tenía y que por eso necesitaba tenerte. Así de egoísta. 
Pero estabas del otro lado de las vías, tan distante, tan esquivo y me preguntaba constantemente si eras más listo que yo al llevar a tus diablos bien atados mientras yo los iba dejando sueltos. Me sentía como el cordero que es consciente de que será la cena del lobo y que es demasiado estúpido para escapar.
Escaparme de qué. De ti, de mi, de tu compañía, de tu ausencia. Del ser nosotros, ¿existió alguna vez un nosotros? Ahora lo dudo. Estaba el nosotros cómplices, existía el nosotros criminales, existía el nosotros haciendo lo que no se debe hacer, vadeando las catástrofes. Ejercer en voz baja el derecho a delirar. Ser peores de lo que esperaban de nosotros. 
Un nosotros nocivo, venenoso, prescindible. Pero nada más. Y es que lo único que quisiste de mi -si alguna vez quisiste algo mío- fue que no resulté ser más que todo lo que te enseñaron que estaba mal. 

Viniste, sí. Pero me voy dando cuenta de que nunca llegaste a marcharte.