Son hebras de oro tu pelo y te llamé sirena. No sé, quizás no debí desabrocharte los botones de la camisa. Olía a rocío fresco sobre un prado y yo creía, a ver, que uno solo puede morir de una única manera. Me equivoqué, por supuesto, porque sabías a Santa Mónica, con su mar infecto y sus mendigos moribundos. No es culpa tuya tampoco, porque yo ya me había concienciado de que no había nacido en la época correcta. No llevaba suficiente gomina en el pelo, no había canciones de Elvis sonando en ningún reproductor, ni coches que corren por la carretera y no importa nada más. Ahora todos los caminos parecen putas desesperadas llorando por un "llegar a casa".