Me negué en rotundo a que nos robaran la belleza. El éxtasis, la juventud. Pequeños zorros virtuales con colas rojas y ensangrentadas. Eramos el palpitar salvaje e involuntario de un corazón desacompasado. El invierno furioso que araña la piel. El orgasmo de camino a casa tras una noche de batalla. El tocarse, el olerse, como bestias, como bichos malos al ritmo de la música. Me perderé en todas las esquinas que hicieron falta para volver a encontrarte, y qué. Quién puede reprocharme el anhelo de los días de verano, de las últimas noches, del antes de despedirse, de la primera vez que te mordí en el cuello y pensé en quedarme ahí a vivir. Me negué en rotundo a la ortodoxia del pensamiento. Me negué en rotundo a no vivir de alquiler, a asentarme en la desidia. Me negué en rotundo al mañana, al ayer, me negué en rotundo a la mecánica cuántica. Me negué en rotundo a la democracia de mi cuerpo y a la historia no vivida. Llevé la contraria de manera sistemática. Amé, amé como los locos porque temía que llegara la vejez y me rompieron en pedazos que lanzaron a los tiburones. Estoy ardiendo, ardiendo mientras escribo, juego al ajedrez con la confusión y me digo "hoy no". Pero tampoco será mañana. Estamos hambrientos, ¿o es que no lo entienden? Hambrientos de malas prácticas, profesionales de la blasfemia, deshechos, ajados. ¿A qué ídolo adoran ahora en la costa oeste?¿Llevan jade las princesas de Saigón bajo los párpados?
Me negué en rotundo a que nos robaran la belleza. La belleza de ser apátrida. Lo único que nuestra generación, creada en la opulencia, ha conseguido heredar: la protesta continua. El nunca es suficiente. El hermoso y poco práctico don de no ser capaz de conformarse con nada.