Hizo el amor como la primera vez. Igual de mecánico, igual de doloroso. Observó un cuerpo restregándose contra su propio cuerpo y fue desalentador notar que no era él, que no eran sus manos ni eran sus labios ni era su espalda ni era su cuello. Que se parecía, pero no. Que lloraba, pero no, porque en según qué situaciones llorar es el mayor insulto. Y no quería insultar a nadie. No, no quería.
Él le hacía el amor -no demasiado bien- y ella solo pensaba en los muertos. En la sangre derramada del vientre que da vida y en los muertos. ¿Llevaré yo también a la dolorosa Polonia llenándome de lluvia por dentro? ¿Habrá alguna manera de borrarse esta desazón, este amor incompleto y magullado? ¿Debía ponerse aun un vestido más bonito, el pelo aun más rubio, los ojos aun más brillantes? Se disfrazan a veces los pájaros para que no se los coman las serpientes. Se disfrazan, a veces, los corazones rotos de corazones fríos para que no salten más esquirlas. Supuso que ese era el precio por haber querido tan fuerte, con tantas ganas. De haber querido bien, aunque eso no fuera suficiente.
Un hombre le hacía el amor y ella seguía estando triste.
Porque pase lo que pase, los tristes seguirán siendo tristes.