Dylan tenía de siempre cicatrices que le habían hecho los cigarrillos que su padre le apagaba en la espalda cuando estaba muy borracho. Otras veces solo eran moretones, rasguños o miedo, que era casi peor que cualquier herida. Porque detrás de su escaso metro setenta, detrás de las horas de gimnasio y detrás de los puños que no tenían ningún problema en partir la cara de algún gilipollas que se lo buscara -siempre que se lo buscara-, el chico de gesto malhumorado y sonrisa grande -grande solo cuando aparecía- estaba carcomido por el miedo. Miedo a la sombra de su padre, al acabar siendo algo como él, de alguna u otra manera. Porque a Dylan hacía ya demasiado tiempo que el dolor, siempre que fuera del cuerpo, no le importaba en absoluto.
Le desagradaba terriblemente el contacto físico, siempre que fuera innecesario y de imprevisto. Claro que tenía diecisiete y a esa edad costaba mantener las manos quietas sobre un cuerpo que se prestara a ello, pero fuera de lo sexual no se le daba bien. No sabía abrazar y no le gustaba que le abrazaran. Al menos no cuando eran abrazos vacíos de sentido.
Por eso solo dejaba que le abrazara Alex. Porque ella nunca abrazaba por abrazar, nunca lo hacía cuando no era necesario. Él mismo no sabía decir por qué, ni qué hacía la chica para saber el momento exacto en el que él necesitaba ese consuelo. Quizás por lo inteligente que era o porque esa locura aparente que la envolvía era solo una tapadera que escondía sus poderes se súper heroína. El caso es que siempre estaba ahí cuando la necesitaba, aunque no le dijera ni una palabra.
Cuando el alcohol no adormecía sus penas y solo le encendía las ganas de llorar se sentaba en el porche de la casa del lago y se dejaba un poco adormecer por la brisa suave. Cerraba los ojos y rezaba un poco por no llorar y otro poco porque nadie le viera llorando. Entonces Alex salía de la sombra en la que estuviera perdida aquella noche, a veces eufórica, a veces arrastrando sus propias miserias. Se colocaba detrás de él con suavidad y le abrazaba suave. Dylan podía notar entonces el latir de su corazón, casi siempre desbocado, el frío invernal de su piel y la firmeza con la que le rodeaba con los brazos y se sentía, si no mejor, algo menos solo.
Se atrevía, cuando el whisky y la droga que LeBlanc hubiera llevado aquella noche le permitían hacerlo, a preguntarle, con voz desgastada:
-¿Por qué a mi?
Y ella sonreía y le besaba en la mejilla o le acariciaba el cuello o le apretaba la mano con fuerza.
-Porque el mundo suele ser muy perro con vosotros, cielo.- sonreía, tan ida como casi siempre.- Os putea, os hace sangre. A los que no estáis hechos para ser malo...
-¿Y qué consigo yo - decía Dylan- no siendo capaz de ser malo?
Llegados a este punto la rubia siempre sonreía con más ganas y suspiraba.