Yo tampoco tengo mucha idea, la verdad, de donde saldrá esta soledad feroz que se me ha instalado en la garganta. Será la despedida de un año convulso plagado de cosas incoherentes que me han hecho sentirme más viva -tan viva como debiera siempre sentirme- y más perdida que nunca. Sigo jugando a los mismos juegos absurdos y a lo mejor es por eso, yo que sé, por el cerrar los ojos y sentir caricias en la espalda o comprobar que no eres tan solo un fardo de piel desdoblada. A saber. El caso es que me quema una ausencia en el pecho y no sé de donde viene. Creo que siempre ha estado ahí, mecida, con un murmullo tenue. Que ahora ha querido gritar un poco más alto. A saber. Lo cierto es que no me conozco muy bien y a la vez sé todos mis oscuros secretos, mis trampas inconfesables. No soy tan sincera como debiera. Vivo con el miedo constante a ser juzgada. Tengo ojos que ven más allá del océano, de la montaña y de las cosas menos importantes de la vida. El frío me preocupa solo cuando viene de dentro. La cuenta de las atrocidades es constante y la cifra sigue subiendo. El crimen por omisión continúa siendo un crimen. No te quiero, porque sé que si me quisieras de vuelta huiría a la desesperada y eso no es amor; es el juego del poeta enfermo de vida que se enamora de tus manos bajo mi falda, pero que no se atrevería -no sería capaz- de apostar algo de verdad. Me pierde la ausencia del compromiso y la libertad me suele saber siempre un poco a vodka. Pierdo los papeles y se me acelera el corazón por tonterías. Vivo de una manera caótica que incluso a mi misma me cuesta comprender. Las cosas solo van bien cuando me atrevo a dejar que las respuestas se den solas. Las ciudades nunca me acogen porque no las dejo: no hay hueco en mi corazón para muros de alabastro. Me debo solo a mi misma y eso me aterra. Estoy cansada de no tener tiempo para amar. Me digo constantemente: nos están robando la belleza. La belleza que da la despreocupación de los niños, la belleza que da la noche eterna y las pastillas y la coca, la belleza sublime, la belleza tenue, momentánea. Busco la eternidad. Busco, oh dios mío, constantemente la eternidad y me conformaría con encontrar unos brazos en los que perderme, un guiñar de ojos travieso. Una isla, supongo, en mitad de una cama, donde pueda cerrar los ojos y alguien me susurre que las cosas van bien.
Y hoy, a día de proponerme un cambio, ni siquiera hablo de ti porque tu sonrisa de buscavidas tampoco es la respuesta a nada de lo que yo me pregunto, aunque quiera autoconvencerme de que eres y siempre serás el mayor de mis problemas. Lamentablemente, te concedo un valor que no tienes. Y te escribo -siempre te escribo- con palabras más bellas de las que te han dedicado nunca.
Imagino que será algo de eso.