sisterhood

La tormenta les había pillado por sorpresa a todos. 
Es más, Christine juraría que el hombre del tiempo había dicho por la mañana que les esperaban unos días de cielos azules y temperaturas cálidas. No se perfilaba aquel como un otoño especialmente problemático, quizás por eso la llegada de la lluvia aquella noche y, con tanta fuerza, era algo inquietante. 
Una vez aparcó, a las puertas de la comisaría, Margaret McGill aguardó unos segundos, tomando aire. Se acarició el vientre y se preguntó si de verdad estaba abultado o si solo era una sensación suya. Nadie había preguntado nada, nadie había hecho el más mínimo comentario. Tampoco le sorprendió. trabajaba con hombres en su mayoría y los hombres no eran buenos con ese tipo de cosas. 
No sabía, de todas formas, si quería o no que le dijeran algo. 
Sacudió la cabeza y se apartó el cabello rizando y algo húmedo del rostro. No era eso en lo que tenía que pensar ahora. 
Habían encontrado a una de las chicas desaparecidas. Al parecer la lluvia estaba dificultando la búsqueda y quedaban pocos agentes en la comisaría. No le sorprendió, no solían coordinarse bien. Le habría tocado a ella de todos modos. Según le habían indicado, la muchacha había aparecido con manchas de sangre, sentada tranquilamente en un pequeño claro del bosque. 
Su nombre era Sarah Noah y tenía 17 años. Asunto complicado. Al ser una menor la cosa se complicaba. 
Comprobó que la lluvia había amainado un poco, cogió su maletín y lo colocó sobre su cabeza a modo de paraguas improvisado. Mejor terminar cuanto antes. 
La comisaría de Heatheflield, un pueblo de algo menos de mil habitantes era un antiguo edificio pequeño y con poca luz. No tenía una sala de interrogatorio como tal, sino que era un cuarto de escobas habilitado para tal fin. Una vez tuvo que estar dos horas con un ladrón que se había colado en la iglesia y había agredido a un par de personas durante dos horas allí metida y salió con un dolor de cabeza que le aguantó dos días. No le gustaba especialmente. El capitán Douprai, a la cabeza de la comisaría, tampoco le gustaba un pelo: era uno de esos cincuentones que llevaban más tiempo en su puesto del que deberían y que en su carrera solo habían lidiado con pequeños robos y algún adolescente con ganas de destrozar cosas que se arrepentía tras una noche en el calabozo.
Pero eso era diferente. Douprai no habría sabido llevar aquello. Douprai no sabría hacer nada más que balbucear con su rostro enrojecido y echarle el muerto a alguien encima. 
Christine saludó con la cabeza a una joven policía que debía de estar de prácticas y tenía unas profundas ojeras y prosiguió por el pasillo. Hilton había sido quien la encontró y, según le habían dicho, ella parecía tranquila.
-No tenemos pruebas de que haya sido esa muchacha- había respondido ella.
-Son muchas cosas, Christine, muchas cosas que vienen pasando en las últimas semanas. La muerte de aquel chico, los animales…
-A Tom Spencer le atropelló un coche.
-Por favor, Chris.
Hilton había sido también quien la había llamado, casi un mes atrás. Le habló de ese oscuro presentimiento que tenía, pero de poco más, del ambiente intranquilizado que reinaba en el pueblo. De los animales muertos. De los árboles que caían en el bosque. 
Le parecieron estupideces. A sus treinta y seis años, Christine McGill había servido desde los 24 en el cuerpo de Nueva York y podía decir que había visto de todo. Cansada del estrés constante de un trabajo que nunca acababa, pidió el traslado a un condado pequeño del norte, donde todo era verde y había poco trabajo. Había pocos agentes trabajando esa zona y se intercambiaban entre las pequeñas localidades con un par de centenares de habitantes. Todo había sido sencillo. Hasta entonces.
Tenía que admitir que Hilton tenía algo de razón en todo aquello: sucedían cosas raras. Lo había notado en las voces de los policías que habían salido a buscar a las chicas desaparecidas, lo había visto en sus fotografías que devolvían una mirada magnética y estática. Y, ahora, una muerte. Al menos, un homicidio. Lo demás…
Se encontró a Hilton sentado en las incómodas sillas junto a la sala de interrogatorios. La puerta estaba cerrada. 
-Para menos será- gruñó ella, algo malhumorada, sobre todo por las horas a las que le estaba tocando cerrar aquel asunto. Su compañero no la miró- Ed, joder, ya basta. 
Sus ojos le parecieron dos abismos oscuros, enmarcados en las ojeras más densas que le había visto nunca. Le preocupó. Le preocupó porque era un hombre al que siempre había visto tranquilo, sosegado, de ese buen humor apacible que tanto era de agradecer en una profesión tan dura como la suya. 
Se pasó las manos por el cabello húmedo, oscuro y canoso y se tomó su tiempo para llenar los pulmones de aire. Christine esperó. Al menos eso le debía.
-… Es solo una cría- determinó- Son solo niñas…
-No creo que unas niñas puedan perturbarte. ¿Qué ha ocurrido?
-¿Vas a entrar?
-Por supuesto. Pero necesito saber qué es lo que te ha asustado tanto. 
Más silencio. 
-¿Cómo la has encontrado?- insistió.
-En el claro en el que se reunían. Estaba sentada bajo la lluvia. Tranquila. Está tranquila. Está cubierta de sangre y nada la perturba. Sonríe. Había…
-¿Qué?
-Un lobo- y la miró de nuevo- Un lobo grande y negro que dio vueltas a su alrededor. Luego el animal clavó sus ojos en mi y se marchó, sin hacer ruido. Nunca había visto unos ojos tan encendidos, tan sobrenaturales. Eso. Eso es lo que he visto.
Edward Hilton no era supersticioso. No era un estúpido ni un inepto. Era un hombre formado, hecho a la vida tranquila y sencilla, pero desde luego era muy válido. Aquellas palabras no encajaban con él.
-…Quizás has vivido todo esto muy desde dentro, Ed. Te vendrá bien descansar.
-Esperaré aquí fuera. 
-Está bien. 
Quiso añadir algo, pero no supo qué. Prefirió dejarle solo con su nerviosismo, poco podía aportar. A veces ocurría. A veces a uno se le metía tanto un caso en la cabeza que se volvía personal. Como aquello. Cruzó los dedos. 
Agarró el pomo con decisión y entró en aquel cuartucho que parecía tan alejado del mundo. 
Efectivamente, estaba tranquila. Tranquila y empapada, pero no parecía que aquello le importara, pese a que el frío en el cuarto se hacía notar. Miraba por la ventana, por una ventana oscura que Christina no recordaba. La lluvia golpeaba el cristal. Y la muchacha sonreía. 
Tenia el cabello oscuro y los ojos muy azules. Su cara era ovalada, algo aniñada aún. Esa clase de chicas que se encuentran a medio camino entre la infancia y la edad adulta y uno no sabe muy bien si son un peligro para el mundo o el mundo es un peligro para ella. Unas pestañas densas y negras sombreaban el azul de su mirada. Unas pecas suaves salpicaban sus mejillas. Era, objetivamente, una adolescente bonita. 
Christina no pudo evitar sentir una punzada de rabia. Esa clase de chicas eran las que, durante muchos años, le hicieron la vida imposible en el instituto. Lo primero que se le vino a la cabeza fue ese desagrado amargo. 
-¿Sarah Noah?- preguntó, con un carraspeo- Soy la agente Christina McGill.
-Hola- sonrió ella, con gesto distante. Parecía en otro mundo, aunque la taladrara con todo el azul de sus ojos.
-Espero que sepas que te has metido en un buen lío. 
-Ya.
Desde luego, la tranquilidad era lo que predominaba en su actitud. Como si las manchas rojas en su camiseta gris, en su cazadora y en sus vaqueros, no pudiera ser sangre. Quizás no lo era. 
-Acabemos con esto entonces, Sarah. No me pareces una estúpida. Dime donde están tus amigas y terminemos con esto. Ya has visto el tiempo que hace fuera, podrían estar en peligro.
Parecía fácil. Pero seguro que no lo era.
-Mis amigas no tienen nada que ver en esto. 
-¿Me vas a decir que no sabes donde están?
-¿A usted le interesa?
Y por unos instantes no supo qué contestar. La grabadora que reposaba sobre la mesa estaba encendida, pero no recordaba haber pulsado el botón. Daba igual. 
Con menores era muy complicado. Uno no podía adquirir una actitud demasiado agresiva, menos ahora, que en seguida respondían con una denuncia. 
-Por supuesto que me interesa. Aquí ha habido un crimen.
-La pagan para eso. Para que le interese. O sea, no le digo como nada malo, ¿pero de no hacerlo, de no ser así, también me preguntaría dónde están mis amigas?- preguntó, con un aire desganado, volviendo a mirar la ventana. No supo si contemplaba su reflejo o si imaginaba lo que pudiera haber al otro lado. 
-No. No me interesaría lo más mínimo lo que un grupo de chicas aburridas hiciera o dejara de hacer- y fue sincera. Fue esa sinceridad, quizás, lo que atrajo su atención de nuevo- Sois jóvenes y los jóvenes hacéis estupideces. Lo puedo entender. Pero si esas estupideces acarrean una muerte es mi deber pararos los pies. Porque sí, es mi trabajo. Y soy muy buena.
Por un momento vio algo de miedo en su rostro, aunque fuera breve y supo que lo estaba haciendo bien, que tenía una oportunidad ahí.
Aún estaban estudiando el escenario del crimen, aún no había pruebas vinculantes más que la declaración de una vecina que decía que Saran Noah estuvo en la casa de la víctima horas antes de encontrarse el cuerpo. Los padres de Sarah confirmaron su desaparición, al igual que los padres de las otras chicas. Lo importante, por eso, era encontrarlas. Por su experiencia, sabía que una fuga en grupo solía ser el resultado de un crimen en grupo. Y eso ya eran palabras mayores. 
-Ponle fin a esto, Sarah. ¿Vas a cargar tú con toda la culpa? Yo no lo creo. No creo que esto haya sido cosa tuya. Pero es a ti a quien han visto donde no debía, cuando no debía- añadió- Eres tú quien puede terminar mal. Incluso en la cárcel. Esto es un condado tranquilo, la prensa está deseando tener algo que contar. Si nos dices donde están tus amigas la cosa será más fácil. Porque no te das cuenta, pero te han abandonado.
Silencio, de nuevo. Christina cruzó los dedos.
-Se equivoca. 
-¿Cómo?
-Que se equivoca. 
-¿Ah, si?¿En qué?
-En absolutamente todo. 
Eso la desconcertó, pero logró que no se notara. Se sentía torpe y no llegaba a comprender por qué. Quizás ese frío tan persistente, quizás la oscuridad al otro lado de la ventana, quizás, a saber, la calma que invadía a la chica. 
Sara Noah, de diecisiete años de edad. Hija de una madre soltera y alcohólica. Vivían en una caravana a las afueras. Notas mediocres. Poco interés por las clases. Probablemente, según las estadísticas que hablaban de las que eran como ella, en unos meses estaría embarazada de algún patán. Y la historia volvería a repetirse. 
Le dio pena. Pero no era lo que tocaba en ese momento. 
-Pues bien, Sarah- por primera vez se sentó. Le dolían los tobillos. Apoyó los codos en la mesa con un gesto con el que pretendía parecer más cercana- Ilumíname.
Ella carraspeó. Cerró los ojos un momento. Luego, volvió a abrirlos. 
-Se equivoca pensando que ese tío volverá a llamarla. No lo hará. Y no lo hará por lo de tu embarazo- dijo, de golpe, como si recitara algo que se había aprendido de memoria- Le gustas, pero no tanto. Ellos no entienden esas cosas, no entienden lo que significa un embarazo. No entienden que eso es la luz, que eso es el sentido de todo…
Pareció ensimismada. O al menos eso le habría parecido a Christine de no haber estado perpleja. Tardó unos segundos en reaccionar y temió que un gesto de sorpresa se le hubiera escapado por demasiado tiempo. Tragó saliva. 
-¿Te gusta inventarte ese tipo de cosas?
-No me las invento. Pero eso tú ya lo sabes- no había rencor ni reproche en sus palabras. Era como si hubiera aceptado como lógica su acusación. ¿No lo era, después de todo?
Quizás se enfrentaba a un perfil psicópata. La psicopatía es un rasgo que se deja pasar en los adolescentes más de lo debido. Quizás había imaginado que estaba embarazada, no era un secreto. Quizás no vio ningún anillo en sus dedos y supuso que no tenía pareja. Quizás imaginó que había un él y había acertado al decir que no le devolvía las llamadas, igual que no habría acertado de hacer elegido otra opción. 
No se iba a dejar intimidar. Menos por una mocosa con pretensiones. 
-Tomaré nota entonces. 
-Será una niña. Una niña con el pelo rojo, como mi amiga Lisbeth. Tu abuela tenía el pelo rojo también, ¿verdad? Y de pequeña te alegrabas de no haberlo heredado. 
Qué era lo que estaba pasando. 
-Cuando digo que te equivocas- prosiguió- Me refiero a ese tipo de cosas. Crees que será un niño y que se parecerá a su padre, pero no será así. Crees que yo tengo alguna intención de ocultar que le maté, pero no es así. Crees que temo ir a la cárcel, que intentaré huir, pero no es así. Crees que Heather, Michelle, Lisbeth y Leah me han abandonado, pero no es así. Igual que piensas que solo hay un cadáver, pero no es así. 
Un trueno resonó a lo lejos. Las luces parpadearon. 
Christina frunció los labios, sin decir nada. Eso era lo que le interesaba. Podía entender a Hilton. Ahora sí podía. Pero no iba a dejar que esa cría pudiera con ella. Simplemente, no. 
-Bien. Podemos seguir por ahí si te parece. 
-Sí. No te confundas, quiero contártelo. Es más, quiero que salgas de aquí conociendo toda la historia. No nos interrumpirán. 
-¿Ah, no?
-No, pero no te preocupes por eso. Lo importante ocurre aquí, en este cuarto, ahora, esta noche. El resto del mundo no debe existir ahora.
-¿Por qué?
-Porque necesito a alguien que entienda. A alguien que entienda toda la historia como nosotras tenemos que contarla. A alguien que me escuche. Si lo haces, te lo contaré todo. Te contaré lo que hicimos y lo que nos hicieron. 
Christina guardó silencio, cruzando los brazos sobre el estómago, buscando una especie de coraza ante lo vulnerable que la hacían sentirse esos ojos azules centelleantes. La grabadora sería en marcha y pensó que quizás era eso, una confesión fácil. A lo mejor la noche sería más corta de lo que había esperado. 
-Sólo escúcheme en silencio. Por favor. 
Tomó aire. Decidió no mirar el reloj.

-Está bien.