Teníamos una casa en el cielo y nos escondíamos allí cuando la ciudad se quedaba sin aire y los hombres morían y solo los autómatas seguían trabajando. No había relojes ni había nada más que el mar de las nubes y los pájaros que cantan. Había libros y había música y la puerta estaba cerrada para todos aquellos que quisieran llegar desde el mundo. No eran bien recibidos. Es un castillo egoísta y solitario que se levanta más allá del círculo polar ártico. No hay sitio para nadie más. Es nuestra fortaleza, donde solo hay vida, donde no hay nada más que nosotros, sin nada que explicar, sin ninguna guerra que luchar. Ahí donde nos lamemos las heridas y donde no debemos nada a nadie.
Pero a veces todo ardía.
Nunca hablamos de esas veces.